¿En qué se parecen un templo evangélico que cobra diezmos a la gente pobre, el Opus Dei, la Iglesia católica en su versión más recalcitrante, el judaísmo ortodoxo, hablar con perros muertos, tirar las cartas o venerar a un político? ¿Y qué significa que todos esos sistemas de creencias —que durante siglos se odiaron entre sí— hoy convivan sin conflicto en un sincretismo político autoritario llamado nueva derecha? La misma semana en la que Javier Milei declara que la investigación científica es poco menos que una charlatanería, propone intervenir el CONICET para decidir qué se investiga y qué no, proclama que la fe es el secreto del éxito de Occidente, el único principio que puede organizar la sociedad.
El liberalismo, que en este movimiento es una mera coartada útil, desde el vamos definió la libertad política como el alejamiento de la fe del poder temporal, el dominio secular que impidiera que hablando de Dios se utilizara la espada. Ahora Milei —y toda su constelación ideológica, que va de Trump a Bolsonaro, pasando por Orbán o Meloni— quieren colocar la fe por encima del Estado.
Esta es la primera clave: el odio al Estado que predican no es un odio al Estado opresor, sino al Estado secular. Al Estado legalizado que priva a la fe de su poder político. Por eso el anarcocapitalismo mileísta no busca anarquía como paraíso libertario, busca menos legalidad, menos objetividad, menos obstáculos para el dominio absoluto del iluminado. El anti-estado en Milei pretende restablecer otra forma de dominio sin límites. A la vez tampoco se trata esto de un apego a tradiciones. En primer lugar porque habría que elegir una del amplio cajón de creencias y supersticiones de Milei y sus equivalentes en otros países, pero que en él se dan especialmente mezcladas. Porque la tradición también implica una forma objetiva de orden y al iluminado no le conviene.
En ese sentido, el carácter anti orden del León que lo sabe todo está claramente explicado por Max Weber: «La dominación burocrática es específicamente racional en el sentido de su vinculación a reglas discursivamente analizables; la carismática es específicamente irracional en el sentido de su extrañeza a toda regla. La dominación tradicional está ligada a los precedentes del pasado y en cuanto tal igualmente orientada por normas; la carismática subvierte el pasado (dentro de su esfera) y es en este sentido específicamente revolucionaria.»
Por eso se malinterpreta este fenómeno cuando se lo asocia sin más a categorías del siglo XX. Esto no es un liberalismo extremo, ni conservadurismo sin más. Es un nuevo sincretismo anti moderno que en sus formas es fascista, donde la fe deja de ser religión trascendente para volverse un instrumento puramente terrenal, al servicio del líder.
Basta ver el propio collage argentino: un rabino ortodoxo bendiciendo a Milei; pastores evangelistas que lo proclaman elegido; empresarios católicos del Opus Dei financiando su campaña; y la ceremonia macabra en la que el presidente blande una motosierra rodeado de cadenas, invocando a su perro muerto Conan como guía espiritual. Ninguna de estas magias es coherente con las otras. Pero todas coinciden en derribar el pensamiento libre de dogmas, que es lo único capaz de limitar el poder.
Porque la modernidad democrática —la constitución, el rule of law, la república, la filosofía secular, la ciencia— descansa en una premisa: la realidad es asequible por la razón, no por revelación. Al liberarnos de la revelación, nos liberamos de los iluminados. No la diosa Razón de los jacobinos, sino la observación de la realidad sin catecismos, que le da sentido a la igualdad ante la ley, al gobierno de reglas generales y a todos los avances de la libertad personal que han sido resistidos del Dios que los atormenta..
Cuando eso se quiebra, quedamos a merced de salvadores. Ya no podemos ver ni saber por nosotros mismos. Algunos tienen la conexión y nos liberan de demonios, al resto nos queda creer y venerar. Ellos administran quién es el demonio, en general los que dudan. Todos recordamos la frase de Aldo Rico: “La duda es la jactancia de los intelectuales”. Reactualizada por el Rozitchner, el nuevo intelectual orgánico de las fuerzas del cielo cuando declaró al pensamiento crítico como la perdición.
Cuando la realidad no es para nosotros, sino para los que la ven, ya no hay periodismo que nos cuente lo que pasa. Ya no hay ciencia que explique por qué nos sujetamos a géneros, ni tribunales que revelen la pedofilia en templos y familias. Mucho menos algo a educar sobre el sexo, si está todo en los libros sagrados. Todo eso pasa a ser “comunismo”. Todo lo mágico, irracional y dogmático, en cambio, es anticomunismo y, por lo tanto, libertad. Comunismo no tiene nada que ver con conceptos del siglo XX, sino que es simplemente el mal.
Es también libertad para que el racista no sea molestado con correcciones políticas. Libertad para que la agresión sea solo una forma de expresión. Libertad para que el gobierno de “vueltos”. Libertad para que Cristo sea presentado, no como predicador de amor, sino como el garante de odios y desigualdades.
No es religión este sincretismo. No es un camino al cielo. Milei, al declarar que representa “las fuerzas del cielo”, no nos quiere buenos: nos quiere obedientes. Porque él habla por el Uno, y quien le contradiga habla desde el infierno. Como enseñó Ayn Rand, autora a la que sus seguidores han mancillado, cuando renunciamos al escrutinio racional, solo nos queda la fe ciega en hombres providenciales.
Por eso la religión, aunque parezca paradógico, en este fascismo religioso tiene menos importancia que el propio liberalismo: no interesa una doctrina, nada más la obediencia. Da igual si la fe es en un rabino, un pastor, un tarot o un perro muerto, mientras destruya la frontera laica que sustenta la democracia liberal moderna, mientras desarme la república y santifique al líder. Importa que apague la razón, para que no quede ninguna forma de seguridad que no sea el sometimiento.
por José Benegas